Un día creí saber porque las cosas se enfrían de dos maneras al llegar el invierno.
Creí que el sol avejentado por arropar las casas y a los caminantes taciturnos, mañana tras mañana, habría perdido las ganas; ya no cuidaría tantas manos indiferentes, perdería su mirada cálida, solitaria, ya no.
Creí, también, que el sol habría empeñado finalmente su vida dándome su última bufanda. Que el viento con un trapero soplido lo habría derribado, sepultando con nubes a ese viejo desahuciado por mi desnudez.
El viento y yo, solos los dos. El frío nos había encontrado en mortal refractación.
Entonces, encendí un millar de fuegos, quemé cada árbol, cada casa inhabitada. Con mis manos carbonizadas estrangulé al viento, viajero silbador de castaña y sobrero. Y dejo de silbar.
En sus ojos vi el dolor y un amor por mi que permaneció hasta apagarse. Apretó sus manos contra mi pecho y la evocación de las caricias que me conducían al sopor. Caricias que me recibieron al nacer y se gastaron de escarbar en mi desprecio.
Un día de invierno creí saber y ya no creo.
Ya no me levanto de mi cama, ni desayuno con los gatos. Enterrado entre frazadas sigo intentando pegar retazos de viento y de sol; porque soy yo quien más lo extraña. Yo quien trae, día tras día, la nochecita y su desgracia. Y el frío sigue y soy yo quien más se estremece.
Un día de invierno creí saber, ese día nací huérfano.
S.L.
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