viernes, 15 de abril de 2011

Somos solidarios (o Ciudadanía)

Es cierto que somos solidarios. Como el frío, que congela al vagabundo que se sueña durmiendo junto a su esposa en el cuarto contiguo al de sus hijos. Como el dinero, sentado en su gran mesa de caoba y plata, rellenándose el estomago con los niños desnutridos de nuestra fortuna. Como nuestro dios, que conoce nuestra suerte y se detiene a observarnos matarnos unos a otros. Como los hombres, que relinchan sus disconformidades y consiguen dormir tranquilos por dos monedas.
Así soy yo. Pongo mi granito de arena para cambiar el mundo. Expongo con firmeza mi proyecto de luchar por los demás, doy monedas cuando me piden, dono ropa y comida cuando alguien lo necesita; soy buen hijo, buen amigo, buena persona.
Así soy yo. Creo que con granitos de arena se salva el mundo, con un discurso que  emociona al oyente (otro filósofo del mate a media tarde). Si ni dios se juega, ¿yo que debo hacer? ¿Acaso inmolarme? Doy cuanto puedo dar y eso es importante. Duermo bien.
Todos sabemos todo, pero nadie hace nada. Creemos que hay una diferencia entre el asesino y el que deja matar. Y no es el frío. Nosotros congelamos al vagabundo, quemamos sus sueños. Llenamos nuestros bolsillos con analfabetos. Y lo amamos a El y odiamos al hermano. Pero dormimos tranquilos.
Nadie es capaz de cambiar nada, es importante que sepamos eso. Matar por amor no es mas que una acción desesperada. No sientas que todo lo que pasa es tu responsabilidad. Acaso no le compras las estampitas a  la nena del subte. Acaso no salvas a todas esas nenas y a sus hijos.
Es mentira que el hambre mata, que hay chicos que en este momento están siendo violados, explotados; no es cierto que hay gente sangrando, sufriendo, muriendo.Es mentira. Nadie es capaz.
Cuerpos desfigurados, niños desnutridos, niñas ultrajadas, seres ignorados. Dormir tranquilo es fácil cuando le damos un placebo a la conciencia. Somos solidarios. Todo indica que somos buenos ciudadanos.

S.L.

martes, 12 de abril de 2011

Un día creí saber

Un día creí saber porque las cosas se enfrían de dos maneras al llegar el invierno.
Creí que el sol avejentado por arropar las casas y a los caminantes taciturnos, mañana tras mañana, habría perdido las ganas; ya no cuidaría tantas manos indiferentes, perdería su mirada cálida, solitaria, ya no.
Creí, también, que el sol habría empeñado finalmente su vida dándome su última bufanda. Que el viento con un trapero soplido lo habría derribado, sepultando con nubes a ese viejo desahuciado por mi desnudez.
El viento y yo, solos los dos. El frío nos había encontrado en mortal refractación.
Entonces, encendí un millar de fuegos, quemé cada árbol, cada casa inhabitada. Con mis manos carbonizadas estrangulé al viento, viajero silbador de castaña y sobrero. Y dejo de silbar.
En sus ojos vi el dolor y un amor por mi que permaneció hasta apagarse. Apretó sus manos contra mi pecho y la evocación de las caricias que me conducían al sopor. Caricias que me recibieron al nacer y se gastaron de escarbar en mi desprecio.
Un día de invierno creí saber y ya no creo.
Ya no me levanto de mi cama, ni desayuno con los gatos. Enterrado entre frazadas sigo intentando pegar retazos de viento y de sol; porque soy yo quien más lo extraña. Yo quien trae, día tras día, la nochecita y su desgracia. Y el frío sigue y soy yo quien más se estremece.
Un día de invierno creí saber, ese día nací huérfano.

S.L.